Capítulo 1 - Decir que sí




—¿Tres semanas?
—Bueno, con dos estamos bien, medio justos, pero bien. ¿Qué te parece?
—No sé, está lo de la obra…
—Pero si todavía no ensayan...
Pere sabe que la obra de teatro que tanto quiere hacer está en ese momento en el que depende de un sí o no externos a él y que poco puede agregar a lo que ya ha hecho para hacer triunfar su opción. Pero irse de viaje ahora, le parece un abandono.
—No sé, Ali, no me parece el momento —responde.
—¿Y cuándo sería el momento de tomarnos tres semanas para estar juntos? ¿Cuando la obra empiece y yo pase meses sola de noche, esperando que llegues a casa después de los ensayos? ¿Cuando ocupe los fines de semana con boludeces mientras esté la obra aquí o las semanas completas cuando te vayas de gira?
—¿Me lo reprochas por adelantado? ¿Esto es por lo que no sabemos si va a pasar o por las veces anteriores?
Ali se da cuenta de que equivocó la estrategia y, mientras trata de pensar la manera de replantearla, le escucha decir:
Primero, los productores tienen que soltar la pasta, luego los ensayos, con suerte llegar al estreno y tal vez, solo tal vez, tener el suficiente éxito como para salir de gira… ¿De veras quieres hacerme sentir culpable para que te acompañe a un viaje?
—Perdón, perdona —se apura a contestar ella superponiéndose.
Se quedan callados, mirando cada uno a un costado, con las tazas del desayuno humeante frente a sus caras. Están agotados, no enfadados. El silencio se prolonga más allá de lo cómodo.
—¿Y a dónde sería ese viaje? -pregunta Pere mirándola con sus ojos penetrantes.
—Londres, Bruselas, París y Boulogne-sur-mer —responde ella en voz muy baja.
—Mucha pasta, ¿no?
—Nos alcanza—afirma ella, volviendo su mirada hacia él con los ojos iluminados. Y agrega—: Si no tuvieras tus sueños, si no tuvieras tus miedos, si no te viera fabricar mundos sobre los escenarios, posiblemente no te quisiera tanto… como te quiero.
Él le aparta el pelo de la cara y le sonríe, resignado.
—¿Y qué se nos ha perdido en Boulogne-sur-mer?, dime.
—San Martín murió ahí.
—Ay, no, cosas de las colonias, ¡claro!
—¡Hace rato y precisamente por él es que ya no somos sus colonias, ¡eh!
—Anda, me dices a mí, pero tú sí que estás loca con esas manías que te dan por tu tierra… ¡Hace 25 años que vives en Barcelona!
—Es que a ustedes nunca se les quita lo imperialistas, ¿por qué se me iba a pasar a mí lo de revolucionaria?
—Uf, sí. La mismísima Pasionaria, mira.
—¡Colonialista! —le dice ella mientras recoge los restos del desayuno—, después no me vengas con L’estaca, ¿eh?
—¡Calla, mujer! —responde Pere mientras empieza a cantar—: “Si estirem tots ella caurà….
—¡Callate, por favor! Que los pueblos deprimidos no vencen. ¡Nada grande se puede hacer con tristeza!
—¡Anda!, ¿quién dijo eso, el traidor ese de tu San Martín? —a ella le hacía gracia cuando él llamaba traidor al Libertador de América.
—No, don Arturo Jauretche
—¿A él también le visitaremos?
Y esa fue su manera de aceptar el viaje. Al otro día ya tenían los pasajes para volar a Londres dos días después.

Capítulo 2 - La partida




Pere debía asegurarse en esos tres días de que realmente nada podía acelerar el inicio de la obra. Estaba muy entusiasmado y la idea de un movimiento en falso que fulminara el proyecto le preocupaba mucho. Por eso queda con Marc, el director, en un bar del centro.
Después de los saludos de rigor y del intercambio de chismorreos del ambiente, Pere le pide que le repita el estado del proyecto, que le asegure que va a salir. Marc no puede hacer eso. “Es parte del desafío”, le recuerda. “Todo puede desaparecer en cualquier momento. Pero cuando sale, ¡uf!”.
Pere lo mira mientras bebe su cerveza y piensa que, aunque tiene razón, no le es suficiente. Sabe que solo puede encontrar seguridad en esa terraza de bar mirando los árboles, el sol de otoño colándose entre las hojas, las mesas cercanas en donde la gente no para de hablar. En el camarero que se encarga de mantener las gargantas húmedas, en las croquetas de jamón que siempre están un poco saladas. Pero esa seguridad tampoco existe, la fabrica porque no concibe la idea de que todo eso alguna vez pudiera faltar.
—Olvídate, esto va a salir, pero tienes que tener paciencia —asegura Marc.
Hablaba en un catalán claro, que sonaba muy dulce en su voz. Pere y él se conocían desde hacía más de treinta años, desde el colegio en que descubrieron el teatro como un coliseo de emociones y sueños. Ahora Marc tenía experiencia como director y arriesgaba hasta límites poco ortodoxos sus puestas, que no siempre eran bien recibidas.
Pere disfrutaba tanto trabajar con él como lo sufría. Tenía oficio ya, sabía moverse, mirar y modular su voz, pero el estrés de esa dirección tan provocativa y cuestionadora a veces lo ponía hasta un poco enfermo. Esta obra lo había encandilado desde el texto, lo desafiaba la puesta, y lo decidió la posibilidad de actuar con Blanca.
—¿Has hablado con Blanca? —quiso saber Marc.
Pere piensa un enjambre de respuestas, todas igual de incómodas, así que responde con un “luego”. Breve, seco. Final.
—Mira —intenta tranquilizarlo Marc—, te vas y si surge algo, te aviso. Hablamos y te vienes, en seis horas como mucho estás de vuelta. Pero descuida, nada va a empezar antes de tres semanas.
—Bien, tú me avisas. Por las dudas, me llevo el guion y voy estudiando.
—Has lo que quieras, nos vemos a la vuelta. ¡Y habla con Blanca!
Marc se despide apurado porque recuerda una cita en la otra punta de la ciudad. Pere se queda en el bar, con el teléfono en la mano, decidiendo si es necesario llamar o alcanzaba solo con mandar un mensaje a Blanca.
“me voy por tres semanas, nos vemos a la vuelta”. Mensaje, mejor mensaje. Desde el otro lado llega un “que la pases bien”. Así, sin emoción ni entonación, no le es posible decidir si era parquedad o ironía. “vemos a la vuelta”, repite él para que ella cierre la conversación con un dibujito de pulgar amarillo hacia arriba.
Cuando llega a su casa, Alicia ya tiene su propia maleta armada y le ha dejado la otra vacía sobre la cama.
—Pero si nos vamos dentro de dos días, ¿ya has preparado tu maleta? —pregunta mientras le ofrece una cerveza—. Yo no voy a hacer nada ahora, mañana por la noche le pongo dos o tres cosas y listo.
“Sí”, responde ella sin prestarle mucha atención. Mira atentamente el portátil que ilumina su cara con un tono azulado en medio de la penumbra que empieza a desplegar el atardecer. Él le pregunta qué está consultando y ella solo dice “datos”, sin dar más precisiones.
—Si todo el recorrido va a ser así desde luego que la vamos a pasar… —refunfuña sin demasiado enojo.
—¡Listo! —interrumpe saltando de la silla y mirándolo con los ojos brillantes—. Tenemos entradas para ver una de las mejores y más famosas obras de Londres…
Pere la mira expectante.
—¡El rey león! —grita Alicia y se queda con una sonrisa enorme y fingida esperando en su cara.
—Ah, qué bien… un musical…
—Bueno, no, no es “un” musical, es “el” musical, ¿qué te parece? —ella sabe perfectamente que él odia los musicales más que ponerle queso al arroz— ¡No tonto! —interrumpe el chiste antes de que empiecen a surgir reacciones inesperadas—. Es una que se llama The woman
—¡…in black! —termina él—. ¿Y cómo has conseguido entradas tan rápido?
—Bueno, si en treinta años todavía agota, más que una obra longeva ¡es un milagro!
El resto de la noche es una precelebración del viaje, al que decidieron ir descubriendo a cada paso con solo el Libertador San Martín como guía.

Capítulo 3 - Londres


23 , Park Road



—¿Y no hay museo?
—No —responde Ali emocionada.
—¿Solo esta placa pintada en la pared?
—Sí. Acá vivió San Martín.
—Bueno, es bonita. ¿Y qué otros lugares tenemos para ver?
—Ningún otro. Solo hay esto.
Ali desvía la vista de la placa azul sobre la inmaculada pared blanca para espiar tras una de las ventanas. En una mesa pequeña, junto a los cristales, una tetera y un florero con un ramito de flores secas dan sensación de hogar.
—¿Hemos venido a Londres para ver… esto? —Pere no salía de su asombro—. ¿Cinco días para… solo esto?
No tenía ni idea de lo que estaba por comenzar. Pero tampoco Ali.
La placa decía: “Jose de San Martin (the liberator) 1778-1850. Argentine soldier and statesman. Stayed here”. [1]
Después de sacar algunas fotos del lugar y repetir varias veces en su cabeza liberator y statesman, ella puso fin a la visita.
—¿Crees que se puede ser liberator sin ser soldado y estratega? Yo creo que no. Bueno, listo. Ahora vamos a hacer picnic ahí enfrente.
Llegan al parque, cruzan el puente sobre el lago y se instalan en un banco rodeados de aves: gansos, patos, palomas, cuervos y gaviotas. Mientras comen sus sándwiches, observan sus movimientos: las entradas y salidas del lago, el amontonamiento cuando algunos niños les dan comida, la dispersión cuando se acaba. De pronto, mientras una nena supera su miedo a la muchedumbre de plumas, acercándose de a poco y tirando pedacitos de pan, llega por detrás un nene de unos ocho o nueve años y corre sobre ellos solo para verlos huir asustados.
—Lo agarraría de un brazo y lo sacudiría a ver qué le parece —comenta Ali ofuscada.
—¿A él o sus padres? —agrega Pere—. Míralos, ahí detrás, festejando la gracia de su pequeña bestia.
El niño pasa en ese momento por delante de su banco, acalorado, roja su cara y el flequillo húmedo, orgulloso de su incordioso logro. Ellos lo siguen con mirada reprobadora, tan contundente que el chiquillo abandona su sonrisa y corre a refugiarse junto a sus padres.
Ali se limpia las manos y toma su cuaderno de notas. Escribe: “Repasar las máximas a Merceditas”, y dice en voz alta: “El liberator le hubiera sacado las ganas de seguir molestando a los que no molestan”.
—Bueno, Pere. Ahora sí comienza el viaje. Vamos, pregunta —dice entusiasmada.
Pero él no tiene demasiado interés, en realidad, tiene bastante poco. En ese momento pensaba en el argumento de la obra, lo repasaba mentalmente para adentrarse en otros matices con que dotar a su personaje. Sale de ese limbo para verla, así, transportada a otros tiempos y lugares y lista para contagiar su entusiasmo, y no puede menos que darle el pie.
—Vale, tú ganas… pregunto —dice y se detiene a pensar qué va a preguntar—. Vale, ahí va: ¿Los ingleses fueron los que pagaron por la independencia de América?
Alicia conserva por inercia unos segundo la cara de entusiasmo, pero luego se consterna. No tenía respuesta a esa pregunta.
—No tengo respuesta a esa pregunta —dice en voz alta—. Tendremos que seguir, o mejor dicho, empezar y terminar sin ella… creo.
Pere se siente mal por haber sido tan específico, por haberla dejado sin el placer de dar detalles y, como si no hubiera hecho la pregunta anterior, dice:
—¿Cuándo pasó por aquí? ¿Por qué a Londres?
Ali quería y podía responder a eso. El recorrido acababa de empezar.



[1] Trad.: José de San Martín (el libertador) 1778-1850. Soldado argentino y estratega. Se alojó aquí.

“Dieciséis paquetes de diarios y libros”




—Bueno, antes de responder te pongo un poco en clima, ¿si? —dice Alicia de nuevo entusiasmada.
“Primero un cómo, cuándo y dónde arrancó el exilio, aunque sea un poco arbitrario el corte, pero bueno. Simón Bolívar —otro liberator— había liberado la parte norte de Sudamérica de, perdona, ustedes los realistas”. Y continúa a pesar de la cara burlona de Pere. “San Martín, la parte sur: Argentina, Chile, Perú. Argentina no era la de ahora, ya sabes, abarcaba un poco más. Brasil era portugués así que no cuenta. Pero la independencia no estaba resuelta del todo: en las zonas montañosas del Perú los realistas todavía daban batalla”.
—Por Dios y por España, ¡joder! —interrumpe Pere—. Un poco fachas sí que fuimos siempre, es verdad…
“Shh, no te distraigas, ponte en rol, porfa”. Y prosigue: “San Martín reclamaba a Buenos Aires sueldos adeudados y apoyos para la batalla final. Porque había que dar la estocada de gracia. Lo digo en términos taurinos así lo entiendes”. Se ríen y continúa: “Por eso, San Martín se reúne con Bolívar en Guayaquil. Dos charlas y pum, San Martín le deja parte de sus ejércitos y se vuelve para Lima con la idea de dejar la lucha. La verdad es que los hombres íntegros despiertan oscuras envidias y en Buenos Aires lo odiaban, lo querían destruir. Nunca le perdonaron que no haya querido tomar partido en las luchas internas entre Buenos Aires, donde estaba el puerto y la aduana, es decir, el dinero, y los líderes de las provincias. Por eso le negaron el apoyo para que él fuera la espada que cerrara la independencia. Todo el tiempo acusándolo de querer el poder, de querer nombrarse emperador, dictador”.
—Dime de lo que presumes y te diré de qué careces —acota Pere.
—Eso mismo, y desde el principio de los tiempos —reafirma ella.
“Además, su salud no era muy buena, y sí, supongo que estaba un poco harto. Tenían diferencias políticas con Bolívar, por ejemplo, en cómo debía gobernarse una América libre. Él, San Martín, estaba viviendo en su propia persona las miserias de la lucha por el poder: Rivadavia —y quédate con este nombre que lo vas a escuchar más veces— era su enemigo declarado y se había hecho hombre fuerte en Buenos Aires. No sé si sabes que estas cosas pasan, pero a los que nunca han hecho nada más que transar y vivir a costa de otros les molesta mucho la gente que no es como ellos. Y ponen todas sus energías en destruir a ese otro que supongo…”.
—Les muestra lo mierdas que son. Sí, creo que eso me suena —Pere ya estaba entusiasmado—. Pero ¿nadie quiso convencer a tu San Martín para que no se fuera?
—“Mi” San Martín, qué lindo… —dice ella dándole cierto viso de verdad—. Sí, pero nanai de la china. “Bolívar y yo no cabemos en el Perú”, dicen que dijo. Y se fue.
—Oye, que estás muy puesta con las expresiones hispanas, ¿eh? A veces me sorprendes.
—Está bien usada, ¿no? Nanai de la china, o sea, no, ni que hablar.
—Sí, sí. Muy bien —aprueba Pere besándola suavemente en la boca—. Sigue, venga.
“Bueno, entonces se vuelve. Primero va unos meses a Chile, después a Mendoza donde tenía una chacra. Ahí recibe la noticia de que su mujer, Remedios, estaba muy enferma. Entonces pide volver a Buenos Aires. La historia de Remedios te la resumo: quince años tenía cuando se casa con San Martín, de treinta y tres. Tienen una hija: Mercedes. Merceditas. Ya verás su importancia luego. Poquísimo tiempo juntos, pero se querían. San Martín le dice a su amigo O’Higgins: ‘Esa mujer me miró para toda la vida’. Y hoy serían muy modernos: los dos tuvieron amantes. Pareja libre, digamos. Y mira qué tierno lo que hace poner en la lápida, porque al final no llega a verla, ella se muere: ‘Aquí descansa Remedios Escalada, esposa y amiga del Gral. San Martín’. Un amor… Bien, sigamos con lo otro”.
“Por supuesto, por miedo a que San Martín ahora sí tomara partido por los contrarios a Buenos Aires, o simplemente por maldad, quién sabe, le niegan el permiso para volver. Él viaja igual, pero cuando llega su mujer ya está muerta, su hija malcriada por sus abuelos maternos, que lo llaman despreciativamente ‘el andaluz’ y Buenos Aires convertida en una cueva de ladrones, como diría mucho después Mario Benedetti en un poema. ¿Y, qué hace?”.
—Viene a Londres, claro. Y que les den a todos bien dados —Pere ya había tomando partido.
“Exacto. Algo así, digamos que tuvo una parada previa. Imaginate, sale en términos poco alegres de Buenos Aires y llega al puerto de Le Havre, en Francia. Tiene dieciséis paquetes de diarios y revistas en donde se habla de la revolución. El jefe de aduanas recibe una carta además, donde le dicen: ‘Cuidado con este que es antimonárquico’. En Francia hacía muy poco que habían vuelto los reyes. ¿Sabés quiénes?”, pregunta Ali y ante el desconocimiento de Pere le tira en la cara: los Borbones.
—¡Ostias! —dice él—. Claro, que estos están aquí de toda la vida.
“En resumen, los tienen a él y a su hija de siete años sin pasaportes mientras deciden qué hacer con ellos, no presos pero tampoco libres, y a los veinte días todos arriba de otro barco, prohibición de parar en puerto francés y derecho para Southampton. Una paradita en un hotel de allí y luego, ahí lo tienes, 23 de Park Road.
—A la casa de la plaquita azul —remata Pere.
—Eso mismo. Es suficiente por hoy. Está empezando a hacer frío y esta noche tenemos teatro
Se quedan otro rato abrazados mirando las aves, ahora tranquilas sin los niños corretéandolas.
—¿Qué habrán hecho estos durante la pandemia —pregunta Pere sin pensar.
—Disfrutar del parque sin nosotros, joven Holden Caulfield —responde ella.
—Claro —reconoce él componiendo la realidad con varios bloques de universos paralelos.

El West End del West End




Mientras se preparan para salir, en el teléfono de Pere entran cuatro, cinco, seis mensajes. No contesta ninguno. No era raro que llegaran ráfagas de mensajes, pero sí que no respondiera.
—¿Quién es? —quiere saber Alicia—, ¿Marc?
—Sí, o mejor dicho, no.
—¿No?
—Sí, pero no es nada. Es para decirme que no sabe nada todavía.
—Qué perseverancia en el no tiene ese hombre.
—Ya sabes —cierra pronto la conversación mientras entra a ducharse.

Se mete en el baño con el celular y desde afuera se escucha que los mensajes siguen activos. Cuando sale, Ali, ya lista y sentada en la cama, marca un número desde su teléfono mirándolo fijo.
—¿Hola, Marc? Soy Alicia… Sí, todavía en el hotel, ya salimos… Muy bien, gracias… Te quería pedir un favor… Sí, está aquí a mi lado… Bueno, ya me dijo que le has dicho que por ahora no hay noticias… Sí, sí… muy ansiosos, claro… ¿El miércoles? Ah, qué bien, estupendo. No me dijo nada… ¿No se lo habías dicho? Bueno, ya se lo digo yo, descuida... Sí, … El favor entonces está más claro. Pero espera que pongo el altavoz: ¡listo!
Pere y Marc se saludan, un poco condicionados por la circunstancia. Alicia sigue:
—Entonces, como hasta el miércoles no va a haber novedades, hasta el miércoles no se llamen, ni envíen mensajes, ni wasap, ni nada, ¿puede ser? Son solo tres días, porfa.
—Claro —dice un poco frío Marc—, no os preocupeis. Solo me contacto si hay novedades, si no, nada, calladito como muerto.
—Gracias —responde Pere—. Hasta el miércoles. Adeu.
—¿Ves? Así se hace. Tres días Pere, desconectá tres putos días, ¿sí?
—Vale, vale. Y vamos, que se hace tarde.
Salen juntos, pero al llegar abajo él vuelve a subir para buscar más abrigo. “Tengo que cuidar la garganta”, dice y se queda en el ascensor, que cierra las puertas dejándola a ella en planta baja.
Entre subida y bajada envía dos mensajes. Uno a Marc diciendo “Gracias. Ya te explicaré”, por el que recibe un “cabronazo” como respuesta, y un audio al autor de los verdaderos mensajes. “Blanca, perdona que no pude contestarte. Hay muy mala señal en el hotel. Mañana por la tarde te llamo y hablamos tranquilos. Adeu”. La respuesta a este fue el dibujo de una mujer encogiendo los hombros. Nada más.
Mientras esperan en la puerta del teatro un hombre se acerca a Pere y lo saluda, pero a una distancia prudencial, esas maneras que dejó la pandemia.
—Hey, Alex —responde Pere—. ¡Qué casualidad! ¿Qué haces tú aquí?
—Vivo aquí, ¿no te acuerdas? —aclara el tal Alex, en un catalán bastante menos comprensible que el de Pere.
—¡Es verdad! Hace mucho ya y todavía sigues aquí, qué bien.
Alicia observa el reencuentro con una sonrisa en la cara.
—Perdona —dice Pere—. Ella es…
—Blanca, ¿no? —pregunta Alex superponiéndose con el “Alicia”.
Se hace un raro silencio que hábilmente Pere sabe superar.
—No, Alicia, Ali, mi chica —y tras las sonrisas de rigor entre los presentados, continúa— Tú te refieres a Blanca, mi compañera en la obra esa que tuvimos que posponer, ¿te acuerdas? —y sin opción a respuesta, sigue hablando—: ¿Y qué haces aquí?
Alex les cuenta como un torrente que trabajaba en la universidad dando cursos de actuación, que ahí había conocido a su mujer, Amy, que ella era historiadora, que vivían en Hammersmith sobre el río, que de casualidad se había desviado del camino a casa porque tenía que llevar unos papeles a alguien y bastantes cosas más. Se le nota entusiasmado de poder hablar en su lengua, pocas oportunidades tenía en Londres. Siguen hablando de obras para ver, recomendaciones de paseos, mezclado con recuerdos de sus andanzas por Barcelona y preguntas sobre conocidos en común hasta que llega la hora de entrar. Alex definitivamente quería seguir hablando, por eso los invita a cenar a su casa la noche siguiente.
—Qué raro que me llamara Blanca, ¿no? —pregunta Ali con una sorpresa desleída—. No me parezco a ella…
—Bah, no le hagas caso, fue el nombre que se le ocurrió.

“Indulgencia hacia todas las religiones”



—¿Y la niña? ¿Qué hizo tu general con su hija? —pregunta Pere sentado en un banco junto a la Torre de Londres la tarde siguiente.
—En un internado, claro —responde Ali levantando un poco su gorra para disfrutar del sol tibio. Estaba haciendo un tiempo excepcional para esa época del año, con cielos despejados y clima templado—. Es que era masón de los de antes, de esos que les preocupaba el progreso y el desarrollo y él mismo había tenido una buena educación. Hablaba fluído como el español el inglés, el francés y el italiano. No iba a darle menos a su hija.
—¿Masón? ¿Qué es eso?
—Ay, guapo, que poco mundo tienes —lo fustiga ella, solamente porque le dio pereza explicarle algo de lo que realmente sabía poco.
Y lo consigue. Dejan el tema que, sorpresivamente, vuelven a tocar durante la cena con Alex y Amy.
—Ali, cuéntale a Amy de the liberator —empuja Pere ante la cara de asombro de los demás. Ali se niega por lo que él tiene que explicar la idea general.
Había sido un buen escucha, porque contando el destino de su viaje y con lo que había aprendido hasta el momento, logró despertar el interés de Amy.
—Las logias, sí —comenta Amy—, son un tema interesante. O intrigante. Las logias actuales no son como las de entonces… ¿En qué años dices que fue todo esto?
—Principios de 1800 —responde Ali.
—Claro, en esa época estaban dirigidas por los ideales que se hicieron famosos con la Revolución francesa: libertad, igualdad y fraternidad. Ahora son un grupo de carcamanes, poderosos eso sí, pero carcamanes, que perdieron las plumas de su ala progresista hace muchísimo tiempo.
—Por lo que sé, las logias de Inglaterra, Escocia e Irlanda son las más antiguas de entre las que existen hoy en día.
—Sí, el duque de York, primo de la reina, es el gran maestre de la orden de Inglaterra… Pero, ahora ya no son progresistas, las de aquella época sí que son interesantes, cuéntame lo que has averiguado.
De a poco, Alex y Pere se hacen a un lado para hablar con efervescencia sobre teatro. Compartir una pasión con otro es, lejos, el mejor viaje.
“Bueno —comienza Ali—, San Martín las conoció siendo militar en España. Combatía para un rey absolutista, pero su ideario empezó a ir por otro lado. Conoció a James Duff en Cádiz, un escocés, conde de Fife, que llegó a ser gran maestre de la Logia de Escocia. Fue un hombre decisivo en muchas de las acciones libertarias”.
”En 1811, un San Martín de treinta y un años renuncia al ejército español y se viene a Londres. Durante los cuatro meses que estuvo aquí participó de muchas reuniones con Andrés Bello, Alvear y otros, todos masones y americanistas. Dicen que es Duff quien paga el viaje de los ’hermanos’ de vuelta al Río de Plata en una fragata que se llamaba George Canning.
”Por ese halo misterioso o excluyente que tienen los masones, por esa cosa de secta y de ‘anti iglesia’ siempre fueron mal mirados. Como un desprestigio, se le pone el mote de masón a San Martín, además del de responder a los intereses ingleses, claro”.
—Pero tú no piensas eso —la impulsa Amy.
“Yo pensaba que eso estaba mal, sí, pero sin saber por qué lo estaba. Tomé esa connotación negativa sin haberme detenido a pensar lo suficiente. Tal vez eso me hubiera alcanzado si no fuera porque… no sé, a veces dudar y querer saber más no es una opción, de pronto aparece la sospecha y en nada se hace urgencia”.
Amy sonríe sin agregar ni una palabra. Llena las copas de vino y pregunta qué más había averiguado de esas logias.
“No mucho. Solo que eran instituciones de origen burgués, pero del burgués ‘antiguo’, ese que surge como oposición a lo monárquico. Atravesaban lo político, lo cívico, lo religioso, lo intelectual y lo humanitario. Con todo eso hacen un cóctel ético que buscaba formar hombres responsables y libres, apoyados en la libertad, la razón, la tolerancia, también la moderación y la idea del bien común como motivación esencial.
”Perfecto, ¿no? ¡Casi compro esa opción! Pero eso era en 1800, había mucho terreno virgen aún en dónde poder luchar y soñar. Ahora ya...”.
—Ya no quedan —dice Amy con un poco de melancolía etílica.
—No, ahora ya nadie goza de cándidas esperanzas. La pandemia terminó con las últimas que quedaban en pie….
—¡Salud! —irrumpe la inglesa que ya estaba con las mejillas bien rojas por el alcohol.
—Cariño —dice Ali a Pere—, no vamos a Bruselas. Nos quedamos aquí un par de días más. ¿De acuerdo?

Pere levanta su copa desde el sillón en el que estaba fumando con Alex y responde un “olé”, muy poco típico de él.
—¿Qué vas a hacer, tío? —pregunta Alex mirándola a ella y sin cambiar la cara de alegría.
—Y yo qué sé… yo qué sé…

Capítulo 4 - Bruselas cancelado


La demanda


—Los escoceses también tienen su idioma, ¿no? —pregunta Alicia sin correr la vista de la pantalla.
—No lo sé —responde Pere mientras aparta con torpeza los beans de su tostada.
—Sí, sí, lo tienen pero no es como el catalán.
—Nop, es escocés —acota con sentido del humor elemental. Y agrega—: Ayer fue una verdadera torre de Babel en casa de Alex, ¿no?
—Sí, es verdad. Creo que tenemos casa en el tercer o cuarto piso de esa torre, ¿no? Y como siempre, como estoy con vos, me empiezan a hablar en catalán y en cuanto se dan cuenta de que no lo hablo, cambian al castellano y tengo que recordarles varias veces que sigan, que yo entiendo, pero no hablo...
—Y ayer sumamos el inglés. Fue muy raro, de verdad —y después de pensarlo un poco le pregunta—: ¿Y tú porque no hablas en catalán?
—¿Para qué?
—¿Para qué? Hace veinte años que vives en Barcelona. ¿Preguntas para qué?
—Si nos entendemos… es innecesario… creo.
Pere hace un gesto que sin ser desaprobador demuestra al menos no estar de acuerdo y da un buen sorbo al café con leche de su desayuno. Eso la obliga a pensar.
—Bueno, tal vez… digamos que me da cierto… posicionamiento.
—En la acera de enfrente, como siempre. Del otro lado y mirando de lejos.
Esta conversación estaba viciada de otros temas, sin duda.
—OK. A ver. Hablando en serioMe gusta escucharte hablar en catalán. Es como si fueras construyendo un mundo diferente delante de mí. Un mundo que comprendo aunque no sea… no haya nacido en él. Es ajeno, es cercano, es tuyo. También me gusta escucharte hablar en español. Es dulce, parece como una canción… serán las c y las z… no lo sé. Y, debo decirlo, me molesta un poco cuando te argentinizás, cuando usas alguna de mis palabras o se te contagian algunos tonos…
A esa altura, la cara de Pere demostraba consternación, y profunda, además.
—Y yo —agrega ella—, cómo te explico… para mí el idioma es esa distancia que hay que recorrer cada vez, todas las veces. Escucho hablar a la gente en catalán y tengo que hacer un poco de esfuerzo, concentrarme más, prestar más atención y entonces tengo esa sensación de que a pesar de todo, ahí estamos, entendiéndonos. Y cuando vos me hablás en español es un poco de lo mismo, pero con más serenidad y música. Y luego yo hablando como siempre, porque no puedo cambiar, sonaría, me sonaría, falsa…
—¿Y con el inglés no te pasa? —acorrala él.
—No. —Y después de pensarlo un momento, agrega—: El inglés es solo una herramienta, no hay amor en ese intercambio...

Él la mira un momento sin decir palabra y luego cierra la conversación con un: “Desde luego… “.
El teléfono de Pere vuelve a sonar. Es la cuarta vez que entra un mensaje. Le avisa que va a responder a ver qué pasa. Se levanta y se aleja de la mesa. Ya era miércoles, seguro habría noticias.
Tarda un buen rato en volver. Alicia busca en su cara una respuesta, pero no la encuentra.
—¿Novedades? —pregunta directa al fin.
—Todo va bien. Nada cerrado por un par de temas burocráticos, pero Marc dice que en cuanto vuelva empezamos los ensayos —lo dice con emoción pero no del todo feliz.
—Bueno, celebremos entonces, ¿no?
—Sí, celebremos —acepta, primero mirando fijo el teléfono, luego guardándolo en el bolsillo como si quisiera olvidar algo que salió mal.